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23/7/07

Juan Tanamera

Él: revolución de la psique; eclecticismo de confrontaciones internas; pensamientos como difrasismos; la praxis reprimida en un sentimiento de ahogo, de pulmones cubiertos con película plástica. Así fue su vida durante la pubertad.

Ella: dentro de él. Manifestada en la compañía de los baños públicos. Expresada en caricias de miembros ajenos, de glandes abriéndose paso a su interior. Incipiente deseo convertido en placentero dolor anal.

Por esas fechas Juan tendía al encierro. Había dejado de ser el niño que se pasaba las horas jugando en la calle para enclaustrarse en maratónicas lecturas que terminaban en sueños. Sueños profundos y letárgicos, cubiertos con las ramas del árbol de moras. Le gustaba ese lugar. La sombra de la barda del otro patio disminuía el asfixiante calor de los veranos en Monterrey.

Con un fleco largo se cubría la mitad de la cara, tapándose así un ojo. Era su mutilación, una mutilación que se convertía en metáfora de su sentimiento. Porque él no podía vivir como cualquier otra persona. Al inició creyó que todo lo que sentía era producto de alguna psicopatología. Los ruidos, las voces, las sensaciones, todo se le arremolinaba en el interior produciéndole un cóctel doloroso, que le mutilaba la existencia, que no le dejaba vivir como él veía que los demás vivían.

Tengo miedo. Tengo miedo de escribir, me decía. Porque escribir duele. Porque cuando escribo las letras se me ganchan con el interior. Así, conforme las voy sacando, me voy sacando las tripas, las venas, los nervios y los músculos. Entonces quedo en el puro esqueleto, tan vulnerable como siempre me he sentido y con el frío clavado como agujas. Todo me duele. Tengo una soledad que me carcome por dentro, que no me deja volar. Por eso me gusta ver a los pájaros. Por eso me siento a leer bajo el árbol de moras, para poder tenerlos cerquita.

La literatura era su ventana para escapar de la realidad. Una que se le configuraba por la ruptura familiar, la crisis laboral de su padre, el ferviente fanatismo religioso de su madre y la ausencia de su hermano. Como sólo tenían una televisión en la casa y ésta siempre estaba ocupada, prefería los libros. Entonces se sumergía para dejarse ir y navegaba por lugares hasta entonces desconocidos e inalcanzables. Todo le parecía tan a la medida. Todas las lecturas pasaban por su filtro mental para llenar los huecos que tenía su vida, esos que su madre decía que tenía que llenar con Dios.

Las ausencias dejan huellas, huellas como energía que no se puede ver pero se siente. Actualmente Juan camina solo. En el cuello trae un escapulario, en el dedo un anillo de plata y en la muñeca un guairuro y un lapislázuli. Necesita suerte para no toparse con el diablo e intuición para sentirlo cuando se acerque. El escapulario lo usa como protección. Con el anillo da golpecitos en la orilla de la mesa mientras escribe, recordando el desierto donde lo compró cuando viajó por primera vez.

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