Es difícil tratar de encontrarte en el rostro de tu padre cuando siempre porta una máscara de plástico…
Mi madre se encontraba haciendo la limpieza cuando la atacaron los dolores del parto. Era de mañana y no alcanzó a llegar a la casa rodante, tuvo que dar a luz de improviso. Nací entre frascos con formol donde flotaban maltrechos engendros: pollos de tres cabezas, el pato con cresta, peces con cabello y la extraña cabra unicornio. Yo también formaría parte de las atracciones de la feria ambulante donde trabajaba y vivía mi madre.
Recuerdo como si fuera ayer, la voz de Don Paco anunciando el show “pasen a ver al único, al original, ¡al niño de dos cabezas!”. Era un trabajo divertido y bastante simple, me introducían en una cabina, con unos espejos para crear el efecto de las dos cabezas. Por medio de un cristal la gente me observaba retacada de morbo, mientras tanto yo estaba ahí con mi bolsa enorme de palomitas y viendo un televisor, de vez en cuando volteaba a ver los senos de alguna señorita con escote pronunciado. Todo se les perdona a los niños y más si son de dos cabezas. Lamentablemente ese trabajo de infancia me duró poco, no se puede ser niño por siempre, después sería cargador.
Eso de ser parte de una galería de adefesios no me causaba problema alguno. Me provocaba más problema no saber quien era mi padre y aguantar los puños de acero de mi alcohólico padrastro, Ramón. Una vez le pregunté a mi madre que quién era mi padre, yo lo quería conocer. Ella me contó la historia más o menos con lujo de detalles, el caso es que yo era hijo de un luchador que se llamaba “El Super Muñeco”, así es, soy la mezcla entre una fan y un sujeto que lucha de dos a tres caídas sin límite de tiempo. De ahí mi nombre Ken en tributo a él. Después de esa historia no quise saber más de mis orígenes.
Desde hace 15 años que no veo a mi madre, espero se encuentre bien. Me fugué de la feria sin despedirme, un día que Ramón me dio una santa madriza, déspues de estar juntos instalando carpas. Siempre lo hacía cuando algo no le resultaba según sus planes. Esa fue la última vez.
Escapé sólo con algunos centavos que tenía ahorrados. Llegué al centro de la ciudad, estuve vagando, me paraba en alguno que otro escaparate para ver las televisiones, pero me desesperaba la ausencia del sonido, un televisor sin sonido es inútil. Pasé por una librería de viejo, en esas fechas no leía mucho, salvo el libro vaquero. No encontré ninguno, pero me encontré algo mejor, la portada llamó mi atención, era una cabaretera con los senos al viento, el nombre del libro: Trópico de cáncer.
Estuve leyendo todo lo que quedó de la tarde, me llegó la noche y me fui guiando por los sonidos de la calle. Llegué a una cantina donde había ficheras, una atmósfera nueva para mí, no sabía dónde sentarme todo estaba abarrotado, mis ojos estaban desorbitados. Tropecé con una mesa, ahí se encontraba una mujer de unos cincuenta años , Nereida Mata. Era escritora y tomaba notas para una novela, me sonrió y me preguntó qué leía, le mostré el libro y comentó algunas anécdotas sobre el escritor. Me invitó a acompañarla. Hacía preguntas de vez en cuando; Le conté mi historia y me hizo saber que andaba de suerte, la chica que la ayudaba en su casa se fugó con el novio. Me citó para cortar el césped y desde entonces fue para mí una especie de patrona-madre.
Ella me enseñó el amor a las letras y le aprendí varias cosas como: que un escritor no es lépero sino liberal, no es alcohólico es bohemio y en vez de echar hueva anda de contemplativo. No existen escritores nacos, existen escritores folklóricos.
Como desde pequeño tuve que trabajar por cuestiones ajenas a mí, ahora me dedico a escribir.
Mi madre se encontraba haciendo la limpieza cuando la atacaron los dolores del parto. Era de mañana y no alcanzó a llegar a la casa rodante, tuvo que dar a luz de improviso. Nací entre frascos con formol donde flotaban maltrechos engendros: pollos de tres cabezas, el pato con cresta, peces con cabello y la extraña cabra unicornio. Yo también formaría parte de las atracciones de la feria ambulante donde trabajaba y vivía mi madre.
Recuerdo como si fuera ayer, la voz de Don Paco anunciando el show “pasen a ver al único, al original, ¡al niño de dos cabezas!”. Era un trabajo divertido y bastante simple, me introducían en una cabina, con unos espejos para crear el efecto de las dos cabezas. Por medio de un cristal la gente me observaba retacada de morbo, mientras tanto yo estaba ahí con mi bolsa enorme de palomitas y viendo un televisor, de vez en cuando volteaba a ver los senos de alguna señorita con escote pronunciado. Todo se les perdona a los niños y más si son de dos cabezas. Lamentablemente ese trabajo de infancia me duró poco, no se puede ser niño por siempre, después sería cargador.
Eso de ser parte de una galería de adefesios no me causaba problema alguno. Me provocaba más problema no saber quien era mi padre y aguantar los puños de acero de mi alcohólico padrastro, Ramón. Una vez le pregunté a mi madre que quién era mi padre, yo lo quería conocer. Ella me contó la historia más o menos con lujo de detalles, el caso es que yo era hijo de un luchador que se llamaba “El Super Muñeco”, así es, soy la mezcla entre una fan y un sujeto que lucha de dos a tres caídas sin límite de tiempo. De ahí mi nombre Ken en tributo a él. Después de esa historia no quise saber más de mis orígenes.
Desde hace 15 años que no veo a mi madre, espero se encuentre bien. Me fugué de la feria sin despedirme, un día que Ramón me dio una santa madriza, déspues de estar juntos instalando carpas. Siempre lo hacía cuando algo no le resultaba según sus planes. Esa fue la última vez.
Escapé sólo con algunos centavos que tenía ahorrados. Llegué al centro de la ciudad, estuve vagando, me paraba en alguno que otro escaparate para ver las televisiones, pero me desesperaba la ausencia del sonido, un televisor sin sonido es inútil. Pasé por una librería de viejo, en esas fechas no leía mucho, salvo el libro vaquero. No encontré ninguno, pero me encontré algo mejor, la portada llamó mi atención, era una cabaretera con los senos al viento, el nombre del libro: Trópico de cáncer.
Estuve leyendo todo lo que quedó de la tarde, me llegó la noche y me fui guiando por los sonidos de la calle. Llegué a una cantina donde había ficheras, una atmósfera nueva para mí, no sabía dónde sentarme todo estaba abarrotado, mis ojos estaban desorbitados. Tropecé con una mesa, ahí se encontraba una mujer de unos cincuenta años , Nereida Mata. Era escritora y tomaba notas para una novela, me sonrió y me preguntó qué leía, le mostré el libro y comentó algunas anécdotas sobre el escritor. Me invitó a acompañarla. Hacía preguntas de vez en cuando; Le conté mi historia y me hizo saber que andaba de suerte, la chica que la ayudaba en su casa se fugó con el novio. Me citó para cortar el césped y desde entonces fue para mí una especie de patrona-madre.
Ella me enseñó el amor a las letras y le aprendí varias cosas como: que un escritor no es lépero sino liberal, no es alcohólico es bohemio y en vez de echar hueva anda de contemplativo. No existen escritores nacos, existen escritores folklóricos.
Como desde pequeño tuve que trabajar por cuestiones ajenas a mí, ahora me dedico a escribir.