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13/8/07

La Niña de...

“Tú no eres una niña normal”, escuchó un día La Niña de los Cuatro Años mientras desayunaba nubes entomatadas a las seis de la mañana.
El bocado se le cayó por el susto y quedó suspendido en el aire por unos cuantos segundos.
“Las niñas normales de cuatro años no hacen lo que tú haces”, dijo la voz de color amarillo rojizo y textura de lija.
“Eres perversa”, sentenció.
La Niña de los Labios Rosáceos trató de imaginar cómo se escribiría esa palabra, se escuchaba tan bonita. Le gustaba eso de versa y el per le hacía cosquillas. Continuó comiendo hojas de lechuga jugando a que eran chiles.
“Los niños no comen picante”, había dicho mamá, y ella tenía que obedecerla porque quería que esa señora le comprara el libro de cuentos que vio en la tienda.
Eran las cuatro y el calor penetraba a través de los ladrillos y bailaba lentamente mientras le hacía muecas a La Niña de los Veranos. Le hizo una señal con la cabeza y el calor se dirigió obediente hasta la cocina, envolvió a la Señora-Mamá y la fue deslizando hacia el piso hasta dejarla inconsciente sobre las losas frescas. Entonces, agradeciendo con un seductor estornudo La Niña de los Cabellos de Oro subió las escaleras. Pasó por el cuarto de torturas no sin algo de miedo y un poco de anhelo. Llegó hasta el fondo y entró.
Volutas de algodón le golpearon la cara, llega entonces a la Ciudad Blanca. Con el cuerpo pecho tierra extendió la reverencia y las saludó solemne. Eran Linvi y Mere.
− “Bon soirée, petit fantôme, comment ça va?
− Hola Linvi
− On veut jouer avec toi, un petit jeu, très amusant, tu verras.
−¿A qué vamos a jugar hoy?
−Tu vois la fenêtre ?
− ¿Aquella ?
− Oui
− Dans le glace il y a un cercle d’eau rouge, mets ton main là, on veux voir qu’est qui se passe.
La Niña de la Nica de las Mariposas se acercó a la ventana, metió su mano en el agujero y al instante en su muñeca apareció un brazalete de acero fundido. Dolía. Dolía mucho. Linvi y Mere lamieron sus lágrimas y también la sangre que se desprendía de la diestra.
− Falta poco para terminar − dijo Mere, mientras dibujaba en el aire conjuros tribales.
Con sogas de cristal amarraron sus extremidades. Los brazos juntos, las piernas abiertas, ella extraviada, atenta.
“El látigo”− ordenó la Voz expansiva, sin nombre ni tiempo.
El cuerpo de una niña de cuatro años sólo cubierto por un calzón de olanes. Azotes sobre la blancura rosada de su espalda. Gemidos tibios que enardecían. La Voz sometida besó los pies de la Niña de los Unicornios, emprendió el vuelo por el borde de las piernas y se estrelló en el triángulo formado entre ellas. Se la bebió toda y convirtiéndose en olor la poseyó por la nariz. La habitó, infló sus pulmones y su hígado, la nadó completa por sus venas y salió de paseo algunas veces por los ojos. Finalmente, hastiada de tanta carne, se alojó en el vientre y desde allí le dicta recuerdos futuros de las edades del caos. Desde allí la Voz vomita su creciente necesidad de ser. Ella, ella solamente es mecanógrafa.

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